Podríamos decir que la oración es la primera vocación del hombre: el hombre ha sido creado para entrar en amistad con Dios, y la manera de hacer esto es por medio de la oración. Si la amistad se engendra y se mantiene con la comunicación y las muestras de afecto, la amistad con Dios sólo es posible manteniendo una vida de intensa oración. De ahí la célebre definición de Nuestra Santa Madre, Teresa de Jesús: “no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Vida 8).
Y, si la amistad con Dios es necesaria para la salvación; la oración debe convertirse en el negocio más importante de nuestra vida; no nos suceda como a las vírgenes necias que, aun teniendo las lámparas de las obras, les faltó el aceite de la intimidad con Cristo, de cuya boca oyeron la triste réplica: “No os conozco”. Así, la vida cristiana se basa en la relación filial, amorosa con Dios; no en métodos, ni en normas, ni siquiera en obras; obras vanas, se entiende, porque toda aquella actividad que impida la oración, o no parta y tienda a la oración, no es una actividad cristiana, por mucho que la envolvamos en papel de regalo invocando a la caridad. No es cristiana. En eso se diferencia una obra santa de una ONG.
Igualmente, el alma del cristiano sin oración se asemeja, dice la Santa, a un tullido “que aunque tiene pies y manos no los puede mandar. Que así son, que hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí” (1ª Morada, I)
Sin embargo, por mucho empeño y dedicación que mostremos en la oración, no hemos de perder de vista que no se trata de una industria humana. La oración no es algo que nace del hombre y se dirige a Dios, sino que parte de Dios y va hacia Dios. “Quod natum est ex carne, caro est: et quod natum est ex spiritu, spiritus est” (Lo que nace de la carne, es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. Jn 3,6). Por lo tanto, lo primero que tenemos que hacer es invocar al Espíritu Santo y pedirle el don -humanamente inalcanzable- de tratar con Dios.
Y dice la Santa “estando muchas veces tratando a solas…”, pues, así como el Señor nos recomienda no usar muchas palabras (”Nolite multum loqui” Mt 6,7), sí que nos dejó, en cambio, un ejemplo evidente de la oración prolongada, como cuando pasaba toda la noche en oración. (Lc 6, 12); del mismo modo, el Apóstol nos manda orar sin cesar (1 Tes 5, 17)
Esto de la oración continua es posible si entendemos, en este caso, la oración no como el ejercicio de meditación, que tarde o temprano, mientras estemos en esta vida, fatiga el alma y el cuerpo y no se puede prolongar demasiado, sino la oración como “elevación del corazón a Dios”. A este propósito dice San Agustín “Tu oración es tu deseo; si tu deseo es continuo, continua es tu oración” (Enarr. Sal 37,14) y “Deseemos con todo el ardor, pidamos con toda perseverancia, no con palabras largas, sino con el gemido como testigo. El deseo ora siempre, aunque calle la lengua. Si siempre deseas, siempre oras” (Sermón 80,7)
Sin embargo, explica Santo Tomás que la oración no es un acto de la facultad apetitiva, sino de la intelectiva (S. Th. 83, 17), es decir, la oración es la razón expresada en palabras (oración > oratio > oris ratio) y es ante todo, una petición. Así nos lo enseñó el mismo Cristo con el Padrenuestro, compuesto todo ello de siete peticiones. Lo que S. Agustín quiere decir – así lo interpreta el Aquinate- es que la causa de la oración es el deseo de la caridad; y que la petición es la expresión del deseo y este no ha de faltar si queremos pedir con fervor y constancia.
Por otra parte, dicho sea de paso, no debemos pretender alcanzar las cosas que deseamos, sino desear lo que Dios quiere que pidamos, pues no oramos para alterar la disposición divina, sino para impetrar aquello que Dios tiene dispuesto que se cumpla mediante la oración, o dicho de otro modo, para que por nuestro deseo merezcamos recibir aquello que Dios ya había dispuesto de antemano.
Y “tratando a solas” porque, para disponernos a la oración, primero debemos despojarnos de todo aquello que es impedimento para ella, es decir, dejar el alma a solas, libre de distracciones y de pasiones. Primero, antes que todo, despojarnos del pecado: “La primera y mejor disposición para hacer eficaces nuestras oraciones – dice el Catecismo de S. Pío X- es estar en gracia de Dios o desear, al menos, ponerse en tal estado”. Esto es claro, ya que el pecado nos aparta de Dios y queda el alma impedida para la virtud: “Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las obras buenas que hiciere estando así en pecado mortal son de ningún fruto para alcanzar gloria” (1ªMorada II).
Una vez esto, es necesario recogerse dentro de sí, donde mora Dios que “está tan cerca que nos oirá; no ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija” (Camino de perfección 28)
RM, carmelita ermitaña