El discernimiento vocacional a la luz de Sto. Tomás

Un tema que con frecuencia es causa de quebraderos de cabeza en algunos jóvenes comprometidos con su fe, es el discernimiento vocacional. En primer lugar, hay que considerar que lo normal debería ser que cualquier cristiano, en un momento dado, se plantee la vida religiosa. No planteárselo es, en nuestra opinión, un defecto, tal vez por ignorancia pero, en cualquier caso, no es lo propio del seguidor de Cristo que pretende llegar a la santidad y, obviamente, llegar de la manera más fácil y segura.

A lo largo de nuestra vida, de manera espontánea, tomamos decisiones que, mientras no sean pecaminosas, no tenemos motivo para dudar de que sean del agrado de Dios. Uno se siente movido a estudiar una carrera, tiene capacidad intelectual para ello y las circunstancias no se lo impiden; en este caso no le da más vueltas al asunto, da por hecho que lo tiene que hacer y punto. De la misma manera uno decide casarse, tomar un trabajo, etc. Todos estos actos, bien de manera operativa, bien de manera permisiva, entran en la Voluntad de Dios.

«¿Qué piensa que es servir a Dios sino no hacer males, guardando sus mandamientos y andar en sus cosas como pudiéremos? Como esto haya, ¿qué necesidad hay de otras aprehensiones y luces…?» (San Juan de la Cruz, carta 12 de octubre de 1589)

La Voluntad de Dios, por tanto, no es un crucigrama oscuro que tenemos que resolver a base de horas y horas de cavilaciones. Dios actúa con nosotros, no anula nuestra voluntad ni la constriñe. De hecho, es una pretensión absurda conocer absolutamente en todo la Voluntad de Dios (De Veritate q.23, a.7). Sabemos, sí, a lo que estamos obligados (los preceptos) y sabemos también lo que claramente no es voluntad de Dios (el pecado). Fuera de esto, las decisiones que tomemos, si son con recta intención y ordenadas a la caridad, no nos deben preocupar más.

Con el estado religioso, por el contrario, existe una extraña concepción sobre el discernimiento. El primer grave error que algunos cometen es ponerlo en manos del director espiritual como si todo dependiera de él. Pues bien, Santo Tomás explica que la entrada en religión “no precisa consejo de muchos” (S Th q.189, a.10) puesto que Cristo mismo es el que aconseja dedicarse de una manera plena a Él mediante la profesión religiosa. Pedir, por tanto, la opinión al director espiritual, o a quien sea, parece que pone en duda la voluntad del mismo Cristo (Voluntad de consejo). Nadie, por tanto, te puede decir si “tienes vocación” o, mejor dicho, nadie puede ni debe decidir por ti seguir o no la invitación de Cristo. Otra cosa bien distinta, es pedir el parecer del director para asuntos circunstanciales que influyen en la entrada en religión, sobre las distintas Órdenes religiosas, la edad de ingreso y ese tipo de asuntos.

Entonces, ¿Cómo saber si estoy “llamado” o no a la vida religiosa? Esto no debería ser una duda, está claro que Dios llama a todos a la perfección y, para llegar a ella, aconseja el estado religioso como el medio mejor; solo que no todos tienen la gracia de verse movidos a ella: “El que pueda con ello, que lo haga” (Mt 19, 12). Dios llama a todos, aunque no a todos conviene; Dios llama a todos, pero no a todos les da la gracia para ello. Si se tiene una inclinación más o menos fuerte, es indicio de haber recibido esta gracia.

Por otro lado, a la hora de tomar la decisión de consagrarse a Dios, tampoco deberían ser un inconveniente las propias fuerzas para cumplir con este estado, pues el mismo Dios da la capacidad para ello; nadie tiene fuerzas para vivir los consejos evangélicos, en todos los casos se trata de un don gratuito, pero que hay que pedir constantemente y corresponder con la propia fidelidad.

Resueltos estos dos aparentes problemas – la conveniencia de ser religioso y la capacidad -, no hay motivo para la demora. El mismo Santo Tomás argumenta su respuesta (Ibídem) basándose en este pasaje del Evangelio: “al momento, dejando las redes, lo siguieron” (Mt 4, 22); y lo corrobora con este comentario de san Juan Crisóstomo: “Cristo nos pide esa obediencia y que no nos demoremos ni un instante”.

Ahora bien, en algunos casos existe un obstáculo real que hace que no sea posible vivir el estado religioso, como un impedimento canónico, una enfermedad, falta de aptitud, una situación familiar grave, etc. En estos casos, ciertamente es necesario hacer un discernimiento y pedir luz a un confesor y, si llegamos a la conclusión de que objetivamente no podemos entrar en religión no obstante el deseo, sabemos que Dios suplirá con su gracia del modo que haya pensado para nosotros.

En resumen, el estado religioso es un bien mejor que Cristo aconseja a todos, pero solo unos pocos se determinan a seguirlo, por pura gracia de Dios y por decisión libre. Así pues, ante la pregunta “¿me consagro a Dios?”, no cabe más que la respuesta de San Pablo: si puedes, hazlo, porque es lo más perfecto; pero si no, no pecas (1 Co 7, 8ss).

Dicho lo cual, concluimos que el que tiene el deseo de entrar en religión y no tiene ningún impedimento, que lo haga, y no dude de que Dios lo quiere: “quien entra en religión no debe dudar de que la intención de hacerlo, nacida en su corazón, es obra del espíritu de Dios, de quien es propio conducir al hombre por caminos rectos” (Ibídem) Pero si, aun así, sigues dudando, escucha al Doctor Angélico: Es mejor entrar en religión con intención de probar que el no entrar en absoluto, porque así se tiene la oportunidad de quedarse para siempre” (S Th q.189, a.3).

 

RM, carmelita ermitaña

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