“Vine a ir entendiendo, de que no era todo nada, y la vanidad del mundo, y cómo acababa en breve, y a temer si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno” (Vida 3, 5).
Una de las recomendaciones que deja Santa Teresa a sus hijas es el de la meditación de la muerte y la consideración del infierno. Nosotros, como buenos hijos de Nuestra Santa Madre, hacemos un alto en estos días de verano, para reflexionar sobre las penas del infierno, siguiendo la buena y santa tradición.
En los Evangelios, numerosas veces Nuestro Señor menciona tanto el infierno como los condenados en él. Sin embargo, en nuestros días se silencia o se maquilla este aspecto fundamental de la fe, con la excusa de que ahora hemos “descubierto” la Misericordia de Dios que, por lo visto, es incompatible con el horror de la condenación.
Que el infierno existe es dogma de fe, pero que haya condenados, muchos lo niegan, o no lo quieren creer. Aunque nadie puede asegurar si hay condenados, o si muchos o pocos, hay indicios para creer que es probable no sólo que haya condenados, sino muchos condenados. “Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición y muchos son los que entran por él” (Mt 7, 13) Es llamativa la cantidad de veces que Cristo nos habla de la condenación eterna y de los que están en el infierno. No es posible pensar que Nuestro Señor “no hablaba en serio”, como si contara historias de miedo para asustarnos, algo así como cuando se habla del “coco” a los niños pequeños. ¿Por qué tanta insistencia de Jesús sobre ello si no es para advertirnos amorosamente? Si nadie se condena, ¿Por qué Jesús se explaya hablando de los condenados? “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos, y a los que cometen la iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego” (Mt 13, 41). “Atadlo de pies y manos, y arrojadlo a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos” (Mt 22, 13). Esa bondad ñoña que a veces nos presentan, no parece tener mucho que ver con el Jesús real de los evangelios…
Por otra parte, así como no conocemos hombres condenados, sí sabemos con certeza que existen ángeles condenados, lo cual indica que, si Dios ha permitido a los mismos ángeles la reprobación, con más razón lo hará con los hombres. ¡Y cuánto más, pues, debemos temer nosotros cuando los mismos ángeles han perecido!
En cualquier caso, y este es el propósito que intentamos aquí, lo que es indiscutible es el provecho espiritual que se sigue de considerar la posibilidad real de ir al infierno y, por el contrario, el daño que conlleva dar por sentado que no nos vamos a condenar, lo cual es, por cierto, pecado de presunción:
“¿Cuándo pecamos de presunción?
Cada vez que: 1. Esperamos ser salvos por nuestras propias fuerzas, sin la gracia de Dios, como en la herejía del pelagianismo; 2. Esperamos ser salvos solo por la fe y sin obras de penitencia o caridad, como en la herejía de Martín Lutero; 3. Permanecemos en el pecado y retrasamos nuestra conversión, creyendo que la misericordia divina estará siempre disponible a nuestro antojo; 4. Nos exponemos voluntariamente a ocasiones cercanas de pecado, confiando en nuestras fuerzas para resistir a la tentación” (A. Schneider; CREDO, Compendio de la Fe Católica)
Es también muy iluminadora la explicación de Santo Tomás sobre la gravedad de este pecado:
“Por la presunción se desprecia la justicia divina, que castiga a los pecadores. […] En consecuencia, la desesperación se da por aversión a Dios; la presunción, por la desordenada conversión a Él mismo. […] Esta presunción es, propiamente hablando, una especie de pecado contra el Espíritu Santo”. (S. Th. II-II 1.q.21 a1).
He aquí el peligro: despreciar la justicia divina o no entenderla debidamente. No se trata de un exceso de esperanza, sino de esperar de Dios algo que no le compete o esperar precisamente menos de él, porque es aminorar su poder y su justicia, lo que aparta al hombre de la verdad divina.
Durante todos los siglos de su existencia, la Iglesia ha predicado contundentemente el riesgo de la condenación, no para asustar, sino por verdadero celo apostólico. El hecho de no sabernos seguros para el Cielo nos mantiene alerta.
Aunque el temor filiar el superior al servil y debemos pedir la gracia de acrecentar el amor a Dios para no querer ofenderle, lo cierto es que el miedo a ir al infierno ha sido también motivo de grandes conversiones a lo largo de la historia, así como una buena razón para no dejar las prácticas religiosas. Y es que sigue siendo una realidad recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica, que el que muere en pecado mortal merece la condenación eterna. Solo por tener esto presente –y creerlo de verdad- es una continua amonestación que nos impide relajarnos, mantenernos vivamente en estado de gracia y acudir presurosos a la confesión.
Nuestra Santa Madre, cuenta en su Vida una de las visiones que tuvo del infierno; en esta ocasión vio el lugar que los demonios tenían preparado para ella. Pues bien, esta visión espantosa fue de gran fruto espiritual para ella: “Y ansí torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho” (Vida 32, 4).
Más impactante fue el caso de Raymond Diocrès, muerto en olor de santidad y que, sin embargo y para sorpresa de los asistentes, habló estando cadáver el día de sus exequias -según consta en acta- afirmando: “Iusto Dei iudicio condamnatus sum” (“Por justo juicio de Dios he sido condenado”) lo que movió a san Bruno, allí presente, a una profunda conversión, entregando definitivamente su vida a Dios y retirándose al monte Cartuja.
Pero no sólo trae frutos espirituales para uno mismo, sino que es fuente de celo por la salvación de las almas. Hasta ahora, ha sido imperiosa la necesidad de convertir infieles para que se salven, o corregir a los herejes antes de que se condenen. Sin embargo, con las modernistas teorías rahnerianas que pretenden que todos estamos salvados, carece de sentido la evangelización.
Un modelo de esta sed de salvar almas lo encontramos en san Juan Bosco. Como cuenta él mismo, tuvo varias visiones en forma de sueños en las que veía niños y jóvenes ir al infierno por su desordenada vida y malas costumbres. Esto le produjo tanta preocupación, que le llevó a realizar la gran obra de la Fundación salesiana, dando grandes frutos en la Iglesia hasta el día de hoy.
Así mismo, Santa Juana de Lestonnac dedicó su vida a la enseñanza y evangelización de las niñas después de una visión en la que aparecían numerosas niñas cayendo en el infierno por no tener quién las guiase por el buen camino.
Es tan sana la consideración de las penas del infierno, que la misma Virgen María en Fátima quiso mostrar una espantosa visión a los niños para acrecentar en ellos este santo celo. Por eso, no tenemos motivos para privar a los niños de esta enseñanza. Quizás ellos mejor que nadie, saben asimilar la idea de que “los buenos van al cielo y los malos al infierno”, como han enseñado los catecismos toda la vida, para sembrar en ellos el deseo de las buenas obras y para después, poco a poco, ir perfeccionándolo con el amor a Dios.
El demonio, en cambio, trabaja por silenciar la existencia del infierno y de la condenación, para que, incautos, nos perpetuemos en la vida cómoda y relajada. El hábito de la virtud de la esperanza unido al santo temor; la confianza en Dios y la diligencia en la propia conversión, es la conducta propia del cristiano, que no vive en constante miedo, pero que tampoco pierde de vista lo que merecen sus pecados, lo que le mantiene confiado y alerta a la vez. No así los que se obstinan en el mal camino, quienes, una vez en pecado mortal, pierden el Don de temor, por eso viven inconscientes del peligro que corre su alma.
Aunque sea más perfecto el amor de contrición, no debemos perder el miedo al infierno. Seamos obedientes a las palabras de Jesús: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, y que no pueden matar el alma; mas temed a aquel que puede perder alma y cuerpo en la gehenna” (Mt 10, 28).
De porta ínferi, líbera nos, Domine!
RM, carmelita ermitaña