Carta de un monje a su amigo

El amor de amistad, el más noble de los amores, es aquel que desea el bien al amigo, tal y como se lo desea a sí mismo y, cuanto más le ama, con más empeño ambiciona el bien al que considera su “otro yo”.

Por eso, cuando uno cree haber descubierto un tesoro, corre a decírselo a quien más ama, como hizo Felipe que, en cuanto conoció a Jesús fue a buscar a Natanael para, después, ofrecerle esta invitación: “ven y ve”. (Jn 1, 45-46)

Y uno de los tesoros más grandes de esta vida, es la vocación religiosa, el “tesoro escondido” por el que merece la pena vender todo para poseerlo. Por eso, dice Santo Tomás que “quienes inducen a otros a entrar en religión no sólo no pecan, sino que son merecedores de un gran premio”. (S.Th. q.189, a. 10)

Esto mismo nos muestra una de las cartas más conocidas de San Jerónimo -que después ha sido titulada como “elogio e invitación al desierto”- y que alcanzó gran fama ya en vida del Santo; pues, aunque dedicada a un amigo íntimo, la profundidad y el atractivo de esta provechosa epístola, hizo que se corriera de mano en mano, despertando el interés de muchos y produciendo innumerables frutos en las almas.

A san Jerónimo repetidas veces se le ha descrito en los libros de historia modernos como un ermitaño huraño, de mal genio, incluso como una especie de fanático intolerante. Desde luego nunca pecó de falta de franqueza, era políticamente incorrectísimo. Lo que sucede es que su temperamento colérico era frecuentemente incomprendido. Sus cartas, sin embargo, dejan entrever su alma preciosa, llena de pasión. Así lo demuestra la que hoy presentamos, escrita por un Jerónimo aún muy joven que, al terminar sus estudios, decide abandonar el mundo y adentrarse en la vida monástica para dedicarse, en palabras suyas “a frenar con la austeridad del desierto los primeros ímpetus de mi edad desenfrenada”.

Convencido de la excelencia de su vocación y lleno de celo por alcanzar para su amigo la misma suerte, San Jerónimo le dirige esta afectuosa carta, donde esgrime toda clase de argumentos para atraerle a la vida religiosa:

          “Con cuánta solicitud y amor he luchado por lograr que los dos moráramos juntos en el desierto lo sabe tu corazón, conocedor de nuestra mutua amistad.” Así empieza Jerónimo, convencido de encontrar en su amigo Heliodoro el compañero ideal de su vida ascética. “Y con qué lamentos, con qué dolor, con qué gemidos te he seguido después de tu marcha, testigo es esta carta, que puedes ver emborronada por mis lágrimas. Lo cierto es que tú, igual que un niño cariñoso, disimulaste con tus caricias la negativa de mi ruego y yo, incauto, no supe qué hacer en aquel momento. ¿Debía yo callar? Pero no hubiera podido disimular fríamente lo que ardientemente deseaba. ¿Debía rogarte con más insistencia? Pero tú no querías escuchar, porque tú no amabas como yo. La amistad despreciada hace lo único que puede hacer: buscar ausente a quien no pudo retener cuando estaba presente. Y puesto que tú mismo al marchar me pediste que, una vez me retirara al desierto, te enviara una invitación escrita por mí, cosa que prometí hacer, yo te invito, apresúrate a venir.”

Hasta aquí, San Jerónimo apela con palabras tiernas a la mutua amistad que los une para persuadir a su amigo. Acto seguido, cambia de estrategia intentando remover su conciencia: “¿Qué haces en la casa paterna, soldado comodón?” “¿Cuándo vas a salir tú de tu alcoba al campo de batalla?” Con el mismo cariño pero con franqueza, intenta despertar en él los sentimientos más nobles de su corazón y disponerle a darse con generosidad al seguimiento de Cristo. Pero, conocedor del apego que su amigo tiene a los lazos de sangre, le arenga sin titubeos: “El enemigo tiene empeño por matar a Cristo en tu corazón […] aunque tu padre se tienda en el umbral de la puerta, sigue adelante y pasa por encima de tu padre con los ojos secos, vuela junto al estandarte de la cruz”. Y, animándole con el premio que le espera, sigue diciéndole: “Ya llegará el día en que regreses vencedor a tu patria y te pasees como un héroe coronado por la Jerusalén celeste. Entonces recibirás con Pablo el fuero de ciudadano; entonces pedirás también para tus padres el mismo derecho de ciudadanía…”

Sabiendo el Santo que no le está pidiendo nada fácil, le consuela y le alienta a seguir sus mismos pasos: “yo también he pasado por eso…” “Estos lazos los rompe fácilmente el amor de Cristo y el temor del infierno” Y, recordándole las palabras evangélicas que mandan amar más a Cristo que a los padres, lleno de audacia varonil escribe: “El enemigo empuña la espada para acaba conmigo ¿y voy a pensar en las lágrimas de mi madre?” “Y tú, futura presa de sus garras, ¿te entregas al blando sueño a la sombra de árbol frondoso?”.

El santo continúa la exhortación, esta vez recurriendo a la “inquietud vocacional” que sabe tiene su amigo en su corazón: “¿Qué haces entre la muchedumbre, tú que eres solitario?” y le advierte de los peligros a los que expone su alma en medio del mundo, a la pérdida de fervor y al desprecio del deseo de perfección, pues “no querer ser perfecto es un delito”. Entonces, imaginándose la réplica de Heliodoro, ante la objeción de la licitud de vivir en medio del mundo, contesta graciosamente san Jerónimo que “tu caso no es el de los demás […] tú has prometido ser perfecto”. Y a través de una serie de silogismos, le demuestra la razonabilidad de su argumento.

Poco a poco el de Estridón se va encendiendo en deseos de convencerle y, desesperado por triunfar ante la terquedad de su amigo, le exhorta: “¡Hay de aquél que, guardando en un pañuelo el talento recibido, lo mantuvo escondido mientras los demás se procuraron ganancias!” “Pues mientras tú, negociante perezoso, te quedaste con el denario, ocupaste el lugar de otro que podía duplicar tu dinero”.

Después comienza el elogio de la vida solitaria “¡Oh yermo que goza de la familiaridad divina! ¿Qué haces, hermano, en el siglo, tú que eres mayor que el mundo?”. Y, ante el temor que esta exigente vida pueda despertarle, procura tranquilizarle diciendo: “¿Temes la pobreza? ¿Te asusta el trabajo? ¿Te preocupa la comida?… a todo esto responde el Apóstol: no son comparables los sufrimientos de este mundo con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”.

Lleno de celo, con todo el ardor de su corazón, San Jerónimo emplea toda clase de consideraciones espirituales y se desgasta en citar la Escritura, buscando por todas partes impresionar a Heliodoro y estimularle a las cosas más altas.

Finalmente, pretendiendo sacudir la modorra espiritual de su amigo, le propina esta simpática amonestación: “Muy comodón eres, querido mío, si pretendes gozar aquí con el siglo, y después reinar con Cristo”.

 

RM, carmelita ermitaña

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