El amante perfecto

El amor es algo que a todos interesa, a todos nos inquieta y nos revuelve, porque pertenece al núcleo mismo de nuestro ser y, por otra parte, es la virtud determinante de nuestra salvación eterna.

Pero, ¿qué dicen los santos sobre el amor? ¿Cómo se practica en el día a día con quienes tenemos al lado? ¿Cómo saber si nuestro amor hacia alguien es un capricho sentimental o, por el contrario, es verdadero amor?

Santa Teresa de Jesús, al fundar su primer Monasterio, escribe Camino de Perfección, una obra más valiosa que las mismas Constituciones, pues en ella se recoge la esencia misma de la espiritualidad carmelita. Allí enseña a sus monjas, de manera sencilla, apta para todos los entendimientos, los conceptos más elevados de la vida espiritual.

Cuando habla del amor que han de tenerse unas con otras, explica detalladamente los tipos de amor, dividiéndolo en amor sensual-espiritual y amor puramente espiritual. Por supuesto, obvia el sensual a secas, pues de ese “no hay ni pensar en él”.

El sensual-espiritual es el que habitualmente tenemos hacia nuestros familiares y amigos, un amor sano y lícito, pero a menudo mezclado con imperfecciones. El amor perfecto, en cambio, es sobrenatural, un don de Dios que pocos logran alcanzar en esta vida.

Santa Teresa describe a las almas que han adquirido esta perfección en el amor como “almas generosas, almas reales; no se contentan con amar cosa tan ruin como estos cuerpos, por hermosos que sean”. He aquí la primera característica, pasan por encima de lo físico, diríamos, instintivamente, porque tienen la mirada elevada hacia las cosas espirituales, de manera que lo corporal no les detiene.

Otro síntoma de que se ama con este amor perfecto es el desinterés en ser correspondidos. “Yo pienso algunas veces cuán ceguedad se trae en este querer que nos quieran”. Y es que es un rasgo de la generosidad en el amor el no buscar la satisfacción de vernos amados. Sólo los pocos que han llegado a este grado de caridad, por especialísima gracia de Dios, se ven libres de esa necesidad de verse queridos por otras criaturas. No actúan buscando, consciente o inconscientemente, “caer bien” al prójimo. Puede que se huelguen de ser amados, pero no radica en ello su felicidad y, ni mucho menos, se convierte en el objetivo de sus actos; no buscan la paga de sus obras aquí en la tierra, en la voluntad de los hombres, por otra parte, con frecuencia inestable. Así, dice la Santa que todo su contento está en Dios y que “¿qué provecho les puede venir de este ser amados?”.

Claro que, para alcanzar esta generosidad extrema de dar amor sin esperarlo a cambio, el alma ha de alcanzar el desprendimiento total de las criaturas. Por eso empieza diciendo que estas personas han llegado a un claro conocimiento de lo que es el mundo, y que hay otro mundo, “y que lo uno es eterno y lo otro soñado” y cómo es amar a Dios y cómo a las criaturas, “y esto por experiencia, que es otro negocio que sólo pensarlo y creerlo”. Dice ella que éstos aman muy diferente, con una libertad que les hace tener “todo debajo de los pies”. ¡De cuántos sufrimientos inútiles se libran estas almas! Viven tan por encima de los afectos terrenos, tan dueños de sí mismos, que gozan de “inmunidad” frente a las tribulaciones de la carne.

 A ojos de los demás a veces puede parecer “que estos tales no quieren a nadie, ni saben, sino a Dios”. Sin embargo, responde la Santa Madre que aman mucho más “y con más verdadero amor, y con más pasión y más provechoso amor”. En este parecer que “no saben amar sino a Dios”, me parece a mí que está la clave de la perfección. Efectivamente, sólo aman a Dios, y en Dios a las criaturas, de manera que este amor es siempre ordenado. En el momento en el que un afecto se sale de su centro, se desordena, nuestro corazón se va tornando esclavo y, además de las aflicciones que trae esto consigo, ese amor no aprovecha ni al amante ni al amado.

            No son así las aflicciones de los perfectos amadores, tanto más provechosas cuanto más ordenadas en Dios. “Es cosa extraña qué apasionado amor es éste, qué de lágrimas cuesta, qué de penitencias y oración”, que sufren de veras por “ver rica a esa alma de los bienes del cielo” y a veces “ni come ni duerme sino con este cuidado”. Es, por lo tanto, un vivo y tierno amor el espiritual, que ansía sobre todo el bien del amado y a esto dirige su mirada. No en regodearse del mutuo afecto en sí mismo, sino de “esos bienes del cielo” a los que aspira. Así va describiendo la Santa Madre “esta manera de amar que yo querría tuviésemos entre nosotras”.

Pero ¿cómo llegar a una perfección semejante? Esto es algo que “el Señor enseña a quien se quiere dar a ser enseñado de Él en la oración”. Es la oración, pues, la escuela donde Dios trabaja el alma y la va haciendo semejante a Sí mismo, es en la oración contemplativa, perseverante de cada día, donde el médico de las almas las va sanando de las ruindades y debilidades que nuestros pecados nos van acarreando. Es, en definitiva, el trato personal con Cristo, el Amante perfecto.

 

 

RM, carmelita ermitaña

 

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