La batalla interior del deseo: apetito, voluntad y gracia

El deseo es una realidad constante en la vida humana. Nos acompaña en cada decisión, en cada juicio, en cada paso que damos. Pero, pese a su presencia continua, no siempre tenemos claro qué es realmente el deseo ni cuáles son sus consecuencias éticas y espirituales. Reflexionar sobre esto es esencial para entender la dinámica interior del alma, especialmente desde la luz que ofrece la antropología cristiana y la filosofía de Santo Tomás de Aquino.

Entonces, ¿qué es el deseo? En el lenguaje común, solemos pensar que el deseo es una especie de impulso anterior al acto de la voluntad: primero siento el deseo de algo y, si puedo, lo hago. Sin embargo, esto no es del todo correcto. El deseo, propiamente hablando, es ya un acto de la voluntad. No es algo meramente pasivo o automático como una sensación; es una inclinación voluntaria hacia un bien (real o aparente) que se presenta a la razón como deseable.

Por eso, el deseo tiene un valor moral, y puede ser tanto virtuoso como pecaminoso. No hace falta ejecutar externamente una acción para que exista culpa o mérito: el simple deseo voluntario ya puede ser objeto de juicio moral. Cristo lo expresa con claridad en el Evangelio: “El que mira a una mujer deseándola en su corazón, ya ha cometido adulterio con ella” (Mt 5,28). Aquí no se habla de un acto externo ni de una mera atracción, sino de una voluntad que consiente interiormente en el pecado. Del mismo modo, en el ámbito positivo, se reconoce el valor salvífico del “bautismo de deseo”, por el cual quien desea sinceramente el bautismo y no puede recibirlo materialmente, lo recibe espiritualmente gracias a esa intención voluntaria. Otro ejemplo es aquello que dice San Agustín sobre la oración: “El deseo de la oración es ya oración. Si el deseo es continuo, también lo es la oración.”

 

Deseo y apetito sensitivo

Para entender bien este tema, es necesario distinguir claramente entre el deseo voluntario y el apetito sensitivo. Aunque ambos son movimientos hacia un bien, no tienen el mismo origen ni el mismo valor moral.

Por el pecado original, el ser humano ha quedado interiormente herido: sus facultades ya no están perfectamente ordenadas entre sí. En concreto, el apetito sensitivo —la parte pasional de nuestra alma— tiende muchas veces hacia bienes que no convienen a la razón, o en formas desordenadas. Es decir, podemos apetecer muchas cosas malas sin que eso, en sí mismo, constituya aún un pecado.

El apetito sensitivo se activa de modo espontáneo, incluso contra la voluntad. Muchas veces experimentamos una atracción espontánea hacia algo pecaminoso, pero esa atracción no es aún pecado, sino simplemente una reacción natural del cuerpo y del alma sensitiva. Lo que determina si hay pecado o no es el consentimiento de la voluntad o el deseo propiamente hablando.

Aquí entra una pregunta clave para discernir si lo que experimentamos es solo un apetito sensitivo o un deseo voluntario: ¿si pudiera hacerlo, lo haría? Si la respuesta es afirmativa, entonces hay voluntad involucrada; es decir, ya no se trata solo de una inclinación natural, sino de un acto libre y deliberado: un deseo moralmente significativo.

Para ilustrarlo mejor, sigamos con el ejemplo del Evangelio: un hombre casado ve a una mujer que no es su esposa y experimenta atracción hacia ella. Si esa atracción queda en el ámbito de lo sensible, sin consentimiento interior, no hay pecado. Pero si él fantasea con la idea, si se recrea en el pensamiento, o si no se une a ella solo porque no tiene la oportunidad, entonces ya hay pecado en el deseo. Como el Evangelio advierte, el adulterio puede consumarse en el corazón, sin necesidad de llegar al acto físico.

Así lo vemos en el rey David cuando descubrió a Betsabé bañándose. Si, al enterarse de que era esposa de Urías, hubiera renunciado a ella, todo hubiera quedado en una mera tentación; pero, en el momento en que toma la decisión de poseerla, cuando la manda llamar, aunque todavía no haya ocurrido el acto carnal, el pecado ya está consumado en el corazón: David ya ha querido lo que es contrario a la ley de Dios. Si Betsabé hubiera muerto por el camino antes de llegar a palacio, el pecado habría existido igualmente en el alma del rey, porque el deseo era deliberado, voluntario, y dirigido a un mal.

Esta reflexión nos muestra que los deseos no son moralmente neutros. La voluntad humana puede estar en comunión con Dios o alejarse de Él ya desde el interior. Acoger ciertos deseos en el corazón puede convertirnos en infieles a Dios, incluso aunque las circunstancias externas nos impidan ejecutar la acción.

Esto tiene profundas implicaciones para la vida espiritual. No basta con “no hacer el mal” en sentido externo; es necesario purificar el corazón, como pide Cristo en el Evangelio. Los santos insisten en esto: el alma se perfecciona en la medida en que ordena sus deseos al bien verdadero, es decir, a Dios. El deseo voluntario hacia un mal no ejecutado sigue siendo pecado. En cambio, el deseo voluntario hacia un bien no alcanzado puede ser ya meritorio ante Dios.

Por eso, es fundamental educar la voluntad, fortalecerla, formar la conciencia y crecer en el dominio propio, para que el deseo interior esté en sintonía con la verdad y el bien.

 

La enseñanza de Santo Tomás de Aquino

Santo Tomás de Aquino explica con gran profundidad la distinción entre apetito sensitivo y deseo voluntario, dentro de su antropología de las potencias del alma.

  1. Apetito sensitivo
  • Es una potencia propia del alma sensitiva, que compartimos con los animales.
  • Es la tendencia hacia bienes sensibles que se presentan como agradables o útiles.
  • Se divide en dos tipos:
    • Apetito concupiscible: se orienta hacia lo placentero o se aleja de lo doloroso (como el hambre, la sed, el deseo sexual).
    • Apetito irascible: reacciona frente a obstáculos o amenazas (como la ira, el temor, la esperanza).
  • No implica deliberación racional ni consentimiento libre; actúa automáticamente, según las impresiones de los sentidos.
  1. Deseo voluntario (desiderium)
  • Surge del apetito racional, es decir, de la voluntad.
  • Implica conocimiento intelectual: el bien es presentado por la razón como deseable.
  • Es una inclinación libre hacia un fin; puede ser ordenado (cuando se dirige al bien) o desordenado (cuando busca un mal aparente).
  • Solo el deseo racional puede ser moralmente bueno o malo en sentido pleno.

 

Como vemos, comprender la diferencia entre apetito y deseo, entre impulso y voluntad, no es solo un ejercicio filosófico: es una clave para la vida moral y espiritual. Los deseos que acoge el corazón no son inofensivos. Son, muchas veces, la raíz oculta de nuestras acciones, el inicio del bien o del mal. Por eso, como enseña Cristo, no basta con parecer buenos por fuera: es el corazón el que debe ser transformado. Solo así nuestros deseos, lejos de alejarnos de Dios, nos conducirán a Él, que es el Bien supremo al que el alma aspira por naturaleza y por gracia.

 

RM, carmelita ermitaña

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