La pretensión de mezclar lo espiritual con lo carnal está a la orden del día: hace poco se ha conocido la desagradable noticia sobre el libro del Prefecto del Dicasterio de la Fe. Aunque no tenemos la más mínima intención de leerlo, sabemos por lo que dicen, que el autor pretende que las experiencias místicas están ligadas al placer sexual -o puede estarlo- y esto lo tiene por bueno. Este tipo de teorías, sin embargo, no son nuevas, ya desde los primeros siglos de la Historia de la Iglesia surgieron herejías similares, como la del quietismo del siglo XVI.
Para algunos parece que, con darle un sentido sobrenatural a lo mundano o carnal, está canonizada la concupiscencia y podemos entregarnos sin escrúpulos a cualquier placer, como si todo placer fuera bueno; ignorando así la parte corruptible del hombre y, en la práctica, la existencia del pecado original. Se diría que, ávidos de consuelos humanos desordenados, buscan de manera artificial una excusa espiritual que tranquilice su conciencia y la de los demás. Y no lo decimos ya solamente por las teorías del Cardenal Fernández, sino de otros autores -como J.P. Manglano y su fijación con la carne [1]-, que difunden una doctrina confusa y diametralmente opuesta a la ascética católica tradicional.
Uno de los errores que a veces se escucha, y de lo que trataremos ahora, es la idea de que las experiencias místicas están secundadas por el placer carnal. Pero no es esto lo que enseñan los místicos de verdad. San Juan de Ávila nos indica que “así como el gusto de la carne hace perder el gusto y fuerzas del espíritu, así con el gusto del espíritu nos es desabrida toda carne” (I Audi filia, 2 d), y propone como medio para alcanzar este desabrimiento de la carne, el ejercicio de la devota oración. Luego la verdadera y pura oración no enciende, sino apaga todo movimiento desordenado y, según adelanta el alma es su camino de oración, más se van serenando las pulsiones carnales.
Respecto al famoso “Béseme con los besos de su boca”, de los Cantares, Santa Teresa de Jesús, al comentar este versículo, precisamente repara en el peligro de interpretarlo de forma mundana: “¡Oh, válgame Dios, qué gran miseria la nuestra! Que como las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve en ponzoña, así nos acaece, que de mercedes tan grandes como aquí nos hace el Señor (…) hemos de dar sentidos conforme al poco sentido del amor de Dios que se tiene” (Meditaciones 1, 3) A continuación, Nuestra Santa Madre, así como se queja de quien se escandaliza y teme de estas palabras de los Cantares, explica luego el sentido que ella les da, que es meramente espiritual: el beso de Dios como símbolo de amistad y de la paz, y reprende a quien trata de interpretar aquellas palabras al pie de la letra. Asimismo, más adelante menciona cómo las mercedes que hace Dios al alma “la comienza a sacar de sí, de su sensualidad y de todas las cosas de la tierra” (ibid. 6,3) Igualmente, en otras ocasiones, la Santa Madre describe cómo las experiencias sobrenaturales que va recibiendo “purifica el alma en gran manera, y quita la fuerza casi del todo a esta nuestra sensualidad”. (Vida 38, 18).
Por su parte, San Juan de la Cruz, también místico y doctor de la Iglesia, de hecho explica que, así como no caben dos contrarios en un sujeto, “en tanto que el alma se sujeta al espíritu sensual, no puede entrar en ella el espíritu puro espiritual” y “¿Qué tiene que ver criatura con Creador, sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno, manjar celestial puro espiritual con el manjar del sentido puro sensual, desnudez de Cristo con asimiento de criatura?” (Subida 6) En otra ocasión, llama raposas a estos apetitos y movimientos que ”como las raposas se hacen dormidas para hacer presa cuando salen a caza (…) así parece que despiertan y se levantan en la sensualidad sus flores de apetitos y fuerzas sensuales a querer ellas contradecir al espíritu y reinar”. (Cántico 16, 5) Numerosas son, en fin, las citas del Santo con las que da testimonio de esta contradicción de lo carnal-espiritual, y de cómo, cuánta más perfección alcancemos por gracia divina, así va desapareciendo todo apetito sensual.
Pero es en su Noche oscura (Libro 1, c.4) donde el Santo Padre habla expresamente de la lujuria que, a partir de las cosas espirituales, se da en algunas almas. Veamos por qué el placer sensual nada tiene que ver con la experiencia mística.
“Porque muchas veces acaece que en los mismos ejercicios espirituales [habla aquí de los principiantes], se levantan y acaecen en la sensualidad movimientos y actos torpes, y a veces aun cuando el espíritu está en mucha oración”.
Esto lo trata el Santo, obviamente, como una tentación hacia la que el verdadero espiritual debe tener repugnancia. Para combatirla, es necesario conocer las distintas causas de estos movimientos deshonestos:
“La primera, proceden muchas veces del gusto que tiene el natural de las cosas espirituales”.
A continuación explica que, igual que la parte espiritual goza de Dios, la parte sensible, cuando no está purgada por la noche oscura, goza “a su modo”, levantándose así rebeliones y movimientos carnales, ya que el alma y el cuerpo están estrechamente unidos. Es decir, que la carne tiende a lo carnal y se despierta “contagiada” por el gozo que experimenta a su vez el espíritu. Esto sucede con más frecuencia, explica más adelante el Santo, a aquellos más entregados al vicio de la lujuria o de “un natural más tierno y deleznable”, que cualquier gusto, aunque sea espiritual, “de tal manera les embriaga y regala a la sensualidad, que se hallan como engolfados en aquel jugo y gusto de este vicio”. Por tanto esto ocurre, y no siempre, a los principiantes; no a los ya purificados que “ya no tiene estas flaquezas, porque no es ella la que recibe ya [la carne], más antes está recibida ella en el espíritu y así lo tiene todo entonces al modo del espíritu”.
La segunda causa es el demonio que “por turbar el alma al tiempo que está en oración o la procura tener, procura levantar en el natural estos movimientos torpes, con que, si al alma se le da algo de ellos, le hace harto daño”.
Con esto, el demonio intenta que, por evitar tales tentaciones, abandonemos la oración o, por lo menos, intenta desasosegarnos y entristecer el alma. Nuevamente, el Santo nos pone como remedio la purificación de los sentidos por medio de la noche oscura.
En tercer lugar, señala el temor a sufrir estas tentaciones como otra de las causas. Este continuo temor nos hace propensos a padecer más representaciones deshonestas en nuestra imaginación sin culpa nuestra.
Por último, añade Nuestro Santo Padre como otra de las causas de lujuria, la afición a personas con las que tratamos de temas espirituales. Y es tentación común de la que se sirve también el demonio para hacernos caer en este vicio a partir de lo que, en principio, parece una buena amistad. El síntoma para detectar que esta afición parte de la sensualidad es que, cuanto más crece el amor y la memoria hacia esta persona, más se enfría el amor y la memoria a Dios.
Ciertamente, a veces no se trata más que de una insidia diabólica que pretende estropear una amistad santa, pero no debemos bajar la guardia ante el evidente peligro que esto trae consigo. La modestia y la precaución también se deben tener entre los espirituales (varón y mujer se entiende), y quizá con más motivo, precisamente porque es más difícil detectarlo por estar envuelto en lo espiritual. El Apóstol dice: “No deis ocasión al diablo” (Ef 4, 27).
Con su habitual sarcasmo, S. Jerónimo avisa del peligro de la familiaridad entre varón y mujer, aun cuando su conversación sea espiritual: “La buena plática no busca escondrijos, antes se deleita con las alabanzas y testimonios de muchos. Donoso maestro, por cierto, que desdeña a los varones, desprecia a los hermanos y suda y trasuda para instruir secretamente a una sola mujercilla” (Carta 128, a Pacátula)
Este punto nos parece tan importante y descuidado actualmente, que creemos necesario advertir con insistencia sobre el peligro que trae consigo esta familiaridad, sobre todo con directores espirituales que, tal vez engañados ellos mismos, se sirven de su ministerio y utilizan al mismo Jesucristo o las cosas sagradas para satisfacer su defectuosa afectividad. A veces abusan de su vocación de “otro Cristo”, pretendiendo un amor para sí que le corresponde sólo a Dios. Otras veces se aprovechan del bien que hacen a las almas, buscando una especie de correspondencia. Escuchemos a este gran santo y maestro espiritual, S. Juan de Ávila:
“Este mal no combate abiertamente al principio a las personas devotas; mas primero les parece que de comunicarse sienten provecho en sus ánimas, y fiados de aquesto, osan, como cosa segura, frecuentar más veces la conversación, y de ella se engendra en sus corazones un amor que los cautiva algún tanto, y los hace tomar pena cuando no se ven, y descansar con verse y hablarse. Y tras esto viene el dar a entender el uno al otro el amor que se tienen; en lo cual y en otras pláticas, ya no tan espirituales como las primeras, se huelgan de estar hablando algún rato…” A continuación, el Santo aconseja acortar los momentos a solas entre sacerdote y dirigida, limitándose a la confesión o a consultas espirituales.
Finalmente, dirigiéndose especialmente a almas consagradas: “Y aunque en las comunicaciones no se sigan siempre los mayores males que pueden venir, todavía es bien que se eviten, por evitar el escándalo que de ellos puede nacer acerca de quien lo sabe, y por evitar tentaciones y muchedumbre de pensamientos que, aunque no traigan a consentimiento, quitan al ánima su pureza y libertad para pensar en Dios. Y parece que aquel secreto lugar del corazón, donde, como en tálamo, quiere Cristo solo morar, no está tan solo y cerrado a toda criatura como a tálamo de tan alto Esposo conviene, ni del todo parece estar casto, pues hay en él memoria de hombre [o de mujer]” (I Audi filia, 2, c)
A quien tenga esto por exagerado, bueno es recordar que “a ánimas de hierro la lujuria doma”. Por eso, cuando los santos han temido tanto, cuánto más debemos temer nosotros, almas aún principiantes. Precisamente un síntoma de inmadurez (también inmadurez afectiva) es tener seguridad de uno mismo, síntoma de infantilidad es menospreciar la modestia y síntoma de vicioso es carnalizar lo sagrado.
RM, carmelita ermitaña
[1] Parece absolutizar el placer. En Santos de carne encontramos perlas como estas: “Dios nos ama santos de carne, disfrutando de los placeres de este mundo que –en sí mismos- son santos”; “Cuando hablamos de “santos de copas” no nos referimos a personas que se toman una copa hoy y el domingo van a misa. No. Estamos hablando de que misa y copas son lo mismo: la misa celebrada y la misa vivida.”, “el mundo necesita santas en bikini [sic]”; habla de que se puede transformar el sexo “en el encuentro más espiritual del que el hombre es capaz»… En contraposición, recomendamos la Noche activa del sentido, de S. Juan de la Cruz.