Mendigos del afecto

Santa Teresa del Niño Jesús pasó por una prueba particular: el Señor le privó del consuelo de las amistades. Ella, a pesar de tener un alma delicada y virtuosa, e incluso llena de cualidades humanas, sufrió la soledad del corazón y la incomprensión de los que la rodeaban.

La primera experiencia al respecto, que supuso una lección de vida, tuvo lugar cuando aún era colegiala. Por aquel entonces, trabó una íntima amistad con una compañera a la que llegó a querer mucho. Esta amiga tuvo que ausentarse un tiempo del colegio. La Santa confiesa que pensaba mucho en ella y la esperaba con impaciencia guardando una sortija que le había regalado. Sin embargo, cuando la compañera volvió, su cariño se había enfriado: “Al verla de nuevo, mi alegría fue grande; pero ¡ay!, sólo obtuve de ella una mirada indiferente… Vi que mi amor no era comprendido, y yo no mendigué un afecto que se me negaba”. (Ms A, F. 38rº)

Santa Teresita, Maestra de la pureza del corazón, hace una reflexión, años después, que arrojan mucha luz sobre las vicisitudes que se dan en el mundo de los afectos. Primero escribe quejándose: “¡¡¡Qué estrecho y veleidoso es el corazón de las criaturas!!!”, pero, después, con mirada sobrenatural y una gran sencillez de espíritu, hace esta maravillosa consideración: “¡Cuántas gracias doy a Jesús por haber permitido que no hallase más que amargura en las amistades de la tierra! ¿Cómo puede unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al cariño de las criaturas?… Pienso que no es posible”.

Ella, que a lo largo de su corta vida expresa en más de una ocasión lo incomprendida que se siente, estima que es una gracia para su alma sufrir el desabrimiento de las criaturas, pues eso le hizo llegar a ser dueña de sus afectos y entregarse por entero a Dios. Si un alma no se sacia con el amor de Dios, es que no ha llegado a la madurez afectiva. Nuestra Santa, a pesar de su juventud, alcanzó esta madurez.

Esto me recuerda a un caso – aunque de ficción – diametralmente opuesto. En la novela Nuestra Señora de París, que parece un canto a las miserias del corazón humano, Esmeralda es una muchacha de 15 años que se deja embriagar por el amor terrenal. Subyugada, como estaba, por el apuesto Febo, no veía nada más a su alrededor, manteniéndola en un estado de obsesión continua por su amado. Así pues, cuando conoce a Quasimodo, se asusta de su horrible presencia y le desdeña repetidas veces por no encontrar en él ningún atractivo. A pesar de que el Campanero de Notre Dame le salva la vida a riesgo de la suya y se deshace en detalles por ella, la Esmeralda ni siquiera se lo agradece y no se percata de la belleza que escondía en su alma el desdichado.

Quasimodo, enamorado de ella, descubre que Febo no es más que un joven vanidoso y libertino que desprecia a Esmeralda. Por eso, con diversas señales, intenta mostrarle su afecto a la joven y hacerle ver que se está dejando engañar por las apariencias de belleza y simpatía externas.  En una ocasión, Quasimodo le deja en su ventana dos floreros: uno de ellos es de cristal tallado, precioso, pero contiene flores marchitas; el otro florero es de loza sencilla y burda, pero con flores frescas y hermosas. La gitana, que comprende la metáfora, elige las flores marchitas y se las guarda en el pecho, en testimonio de su incondicional amor a Febo.

No sabemos si Víctor Hugo eligió este nombre al azar o si quiso significar algo con ello, pues febo quiere decir “brillante” o “dios del sol”. Así como Febo deslumbró a la muchacha, haciéndola caer en la más ridícula de las obsesiones, muchas veces el alma se deja igualmente atrapar por el brillo de las criaturas. Así exclama Santa Teresita, después de contar el desprecio sufrido por su amiga: “¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esa falsa luz…!” Con falsa luz, se refiere a la que ocasionan el falso sol de las criaturas. A veces parece que nos pueden dar el amor y el consuelo que sólo Dios puede darnos. He ahí la trampa.

Quien se haya leído la historia sabrá que el absurdo apego de Esmeralda, es lo que la lleva a la perdición. Es su persistente amor a Febo el que la delata y el que, finalmente, la lleva a la picota, arrastrando tras de sí otras muertes. De la misma manera, el alma que mendiga afectos humanos se “cansa, se atormenta, se oscurece, ensucia y enflaquece”, y anda siempre “descontenta y desabrida, como el que tiene hambre”. (San Juan de la Cruz, Subida, 6).

Si el Señor nos hace pasar por una prueba como la de Santa Teresita, de ser víctimas de incomprensiones, pensemos en el más incomprendido y despreciado de los hombres, Cristo, que no tuvo quien le consolara en la tierra. Esto nos enseña otro Santo de nuestros tiempos. El Hermano Rafael, cuya alma sensible es semejante en muchas cosas a la de la Santa de Lisieux, también pasó por la prueba de la falta de consuelos. “¡Cómo lastima el trato con los hombres!”, “Mi alma sueña con amores, con cariños puros y sinceros”; “…soledad en el corazón, pues encuentro a los hombres muy lejos”; “Son los días de Navidad y en ellos no tengo más que una enorme soledad… Nadie en quien reposar”.

Pero a lo largo de su enfermedad, el joven trapense fue dejándose purificar por el Señor, de manera que terminó por encontrar la felicidad en medio de su cruz. No quedaba ni un mes para su muerte cuando escribe:

“Ayer sufrí un desprecio de un hermano… me hizo llorar”. Después de acudir a la Cruz de Cristo, que le da fuerzas y le recuerda el infinito sufrimiento de Dios por los hombres, continúa:

“Jesús necesita corazones que, olvidándose de sí mismos y lejos del mundo, adoren y amen con frenesí y con locura su Corazón dolorido y desgarrado por tanto olvido. Jesús mío, dulce dueño de mis amores, toma el mío” (Dios y mi alma, 5).

 

RM, carmelita ermitaña

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