– “¡Ven, Espíritu Santo! ¡Espíritu Santo, ven!”
Preciosa invocación para prepararnos estos días aunque, a decir verdad, se trata más bien de una forma de hablar… Porque al Espíritu Santo no le tenemos que convencer para que venga de no se sabe dónde para aterrizar en nuestra alma, sino más bien es al contrario: Él ya está en lo profundo de ella, en la interior bodega que diría san Juan de la Cruz, somos nosotros los que estamos fuera, somos nosotros los que tenemos que “venir”.
No se nos olvide que el alma del cristiano es morada donde habita la Divinidad –desde el Bautismo y mientras permanece en gracia- y allí el Señor opera, muchas veces sin darnos cuenta. El progreso espiritual hacia la unión con Dios es, por tanto, un camino interior hacia la más íntima morada, en términos teresiano, y nuestros enemigos –mundo, demonio y carne- los tenemos afuera, intentando constantemente impedirnos la entrada a este castillo del alma.
Muchas veces, esas distracciones que nos apartan del verdadero y único fin, consisten nada más y nada menos, que en muchas y variadas obras, que solemos llamar de caridad, pero que no son tales si no nos conducen a esa unión con Dios, que es en lo que consiste la santidad. Sí, porque obras son amores, pero esas obras de virtudes son fruto de la unión divina o, dicho de otro modo, fruto del mismo Dios que obra en nosotros. Si perdemos de vista el fin último de nuestra existencia, corremos el riesgo de reducir la vida cristiana a un conjunto de obras estupendas, por las que nadie nos va a pedir cuentas en nuestro juicio particular: “Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les confesaré: nunca os conocí, apartaos de mí”. (Mt 7, 22-23)
San Agustín, en su sermón sobre la parábola de las diez vírgenes, nos explica que las necias no entran en el Reino de los cielos porque, a pesar de tener las lámparas de las obras, les falta el aceite de la caridad, pues no habían realizado aquellas unidas al Esposo, del que de nuevo oímos la terrible sentencia: “En verdad os digo, no os conozco” (Mt 25, 12).
Sin embargo, una y otra vez nos llegan “testimonios” de grandes y admirables obras: que si 40 años en las misiones, que si 60 en un convento de clausura, que si un cura que lleva 20 pueblos, fundación de movimientos religiosos, iniciativas apostólicas, etc. Muy bien, pero estas proezas de nada sirven si no se ha intimado con Cristo, quien te dirá en tu último día: “No te conozco… Estabas demasiado ocupado y distraído con tus tareas y no trataste conmigo”. Esto es lo que nos diferencia de los Santos… Y esta amistad con el Esposo se aviva en la soledad de la alcoba, en el trato íntimo del uno con el otro; si no, el amor se enfría y la vida cristiana acaba por convertirse en mera apariencia. Pensar que hemos de entrar en el cielo sin entrar antes en nosotros, es desatino, dice Santa Teresa (Cf. 2 M, 11)
Entonces, ¿qué es lo que Dios nos pide? El mismo Cristo en el Evangelio nos responde: “Y le dijeron: ¿Qué haremos para que obremos las obras de Dios? Respondió Jesús, y les dijo: esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado” (Jn 6, 28) Sin caer en la interpretación fideísta de Lutero, que nada tiene que ver con lo que aquí tratamos, vemos que Dios no pide tanto obras externas, sino internas. Las externas no son más que fruto de la Obra interior. Fruto sano y verdadero, cuando brota de esa unión divina; fruto aparente, pero podrido por dentro (lámpara sin aceite), cuando sólo son piel y cáscara. Con lo que concluimos que el verdadero testimonio no es el de fuera, sino el de dentro.
Santa Teresa de Lisieux, firmemente convencida de esto, afirma: “He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor”. (Ms B 1vº) Y ya en el lecho de muerte, hace gala de sus “manos vacías”: “No puedo apoyarme en nada, en ninguna de mis obras, para tener confianza” (Novissima verba 6.8.4) “En mi caso, Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así no podrá pagarme según mis obras… Pues bien, me pagará según Sus propias obras” (N. V. 15.5.1)
En esto de “Dios me pagará con sus propias obras” está la clave: quien nos salva es Él, que ha comprado con su sangre nuestra salvación, y en tanto en cuanto estemos unidos a Él, por el camino de perfección interior (purificación del sentido y del espíritu), alcanzaremos mayor o menor santidad. El resto de actividad humana es secundaria e incluso despreciable si nos impide lograr esto; son como sombras que en ninguna manera merecen demasiada atención o preocupación al alma asentada en la contemplación divina.
De esta manera podemos interpretar aquel pasaje: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer…” (Mt 25, 34). Los bienaventurados se sorprenden ante estas palabras y responden “¿Cuándo, Señor, te vimos con hambre y te dimos de comer…?” porque su vida cristiana estaba centrada en su relación directa con Cristo y las obras de caridad exteriores les brotaban de forma natural, casi sin darse cuenta y sin que fueran, por tanto, motivo de vanidad. Pues, como enseña Ntro. Padre san Juan de la Cruz, las operaciones del alma unida a Dios, son divinas, pues las potencias del alma las posee Él y Él mismo es el que las mueve (3S 2, 8) En contraposición, los de su izquierda, no admiten no haber hecho obras de misericordia; sin embargo, como las vírgenes necias, tales obras eran suyas (no divinas), les faltaba el aceite…
Con una hermosa letrilla recogida en sus Poesías, resume San Juan de la Cruz nuestra doctrina:
“Olvido de lo criado,
memoria del Criador;
atención a lo interior
y estarse amando al Amado”
Así pues, qué mejor propósito para este Pentecostés, que adentrarnos en nuestro castillo interior, donde Dios nos aguarda, dentro de nuestro corazón: “He aquí que estoy a la puerta, y llamo, si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3, 20) Imaginemos que Cristo llama a la puerta, pero desde dentro, esperando a que volvamos a casa.
RM, carmelita ermitaña